I
Tú y yo acostumbrados
al ritmo lento de los días
a la rutina de los quehaceres,
a la desidia de no escribir,
a la ingrata placida ausencia
de cualquier cosa,
solos aquí ante la gravidez del aire,
y la respiración ausente
y las voces del mundo,
inmersos en pensamientos
de que nada sea como ha sido siempre.
II
Atardecer entre las sombras
aparco las miserias
y destruyo los rastros
que cubro con tus ojos
mis tristezas.
III
Este viento de domingo frío
vestido para el hastío,
traje nuevo de silencios
para cubrir los vacíos.
IV
Desconocida, radiante, muy joven,
tus ojos vagaban.
Aferrabas su cintura,
Y todos mirábamos,
aunque distraída,
tu rostro apartado
fundiéndose en la lluvia
buscando aquel sueño,
irreal, que me contabas.
V
Aún cuando la muerte
nos separa de pronto,
cuando se hagan cansancio
las horas, los días y los años
cuando no estemos juntos
en las noches desveladas,
te seguiré en los infiernos
y en los cielos creados
para entenderse.
Sobre la calle solitaria
que absorbe cada gota de aire,
camina un poema,
extraviado y caduco,
que sabe a sal
y a tu cuerpo abandonado.
VII
Que más quisiera
que ser el paisaje que deseas,
el mar encendido,
la locura permanente,
que me amarás
con todos los riesgos.
